domingo, 3 de febrero de 2013

Samael Aun Weor y su infancia



o está de más aseverar solemnemente que nací con enormes inquietudes espirituales; negarlo sería un absurdo... Aunque a muchos les parezca algo insólito e increíble el hecho concreto de que haya alguien en el mundo que pueda recordar en forma íntegra la totalidad de su existencia, incluyendo hasta su propio suceso del nacimiento, quiero aseverar que yo soy uno de ésos.

Después de todos los consabidos procesos natales, muy limpio y hermosamente vestido, deliciosamente fui colocado en el lecho materno junto a mi madre... Cierto gigante muy amable, acercándose a aquel sagrado lecho, sonriendo dulcemente me contemplaba; era mi padre.

Huelga decir, claramente y sin ambages, que en el amanecer de cualquier existencia andamos originalmente en cuatro patas, luego en dos y, por último, en tres. Obviamente, la postrera es el bastón de los ancianos.
Mi caso en modo alguno podía ser una excepción a la regla general. Cuando tuve once meses quise caminar, y es evidente que lo logré, sosteniéndome firmemente sobre mis dos pies.

Todavía recuerdo plenamente aquel instante maravilloso en que, entrelazando mis manos sobre la cabeza, hiciera solemnemente el signo masónico de socorro: “ELAI B’ NE AL’ MANAH”. 

Y como quiera que todavía no he perdido la capacidad de asombro, debo decir que lo que sucedió entonces me pareció maravilloso. Caminar por vez primera con el cuerpo que a uno le ha dado la Madre Natura es, fuera de toda duda, un prodigio extraordinario.

Muy serenamente, me dirigí hasta el viejo ventanal desde el cual podía verse claramente el abigarrado conjunto de personas que aquí, allá o acullá aparecían o desaparecían en la calleja pintoresca de mi pueblo.

Agarrarme a los barrotes de tan vetusta ventana fue para mí la primera aventura; afortunadamente, mi padre, hombre muy prudente, conjurando con mucha anticipación cualquier peligro, había colocado una malla de alambre en la balaustrada a fin de que yo no fuese a caer en la calle...

¡Ventana muy antigua de un alto piso! ¡Cuánto la recuerdo! Vieja casona centenaria donde diera mis primeros pasos... Ciertamente, en esa deliciosa edad amaba los encantadores juguetes con que los niños se divierten, mas esto en modo alguno interfería mis prácticas de meditación.

Por esos primeros años de la vida en que uno aprende a caminar, acostumbraba a sentarme al estilo oriental para meditar... Entonces, estudiaba en forma retrospectiva mis pasadas reencarnaciones, y es ostensible que me visitaban muchas gentes de los antiguos tiempos...

Cuando concluía el éxtasis inefable y retornaba al estado normal común y corriente,
contemplaba con dolor los muros vetustos de aquella centenaria casa paternal
donde yo parecía, a pesar de mi edad, un extraño cenobita...

¡Cuán pequeño me sentía ante esos toscos murallones! Lloraba... ¡sí!, como lloran
los niños... Me lamentaba, diciendo: “¡Otra vez en un nuevo cuerpo físico! ¡Cuán dolorosa es la
vida! ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay!...”


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